LOS QUE NUNCA VOLVIERON (1 DE 5) La escalofriante historia de la pareja que se esfumó

Santo Domingo, RD.  Una buena película y palomitas de maíz. Lo que se suponía que sería una noche de amor se convirtió en un gran misterio.

Las cuatro gomas del vehículo es­tacionado en la avenida España es­taban desinfladas, los lápices del trabajo aparecieron partidos en dos en el interior del carro, la sue­ra (abrigo) y los pantalones estru­jados y tirados en los arrecifes y un calcetín, a la vista de todos, guin­dando en una rama a la orilla del mar Caribe; son los últimos rastros de Edgar Báez y su novia Leticia Boitel, una enigmática y doble des­aparición que continúa latente en la mente de sus allegados.

Aquel domingo 15 de septiem­bre de 2002, el último registro que se tiene de aquella pareja fue su sa­lida del cine de la Sabana Larga al filo de las 9:00 de la noche. Los mi­nutos posteriores han sido un ver­dadero enigma que aún atormenta a los familiares de ambos.

Cristina de los Santos, madre de Edgar, recuerda que ese día le pre­paró de almuerzo arroz blanco con guandules y carne frita, uno de sus platos favoritos, y que luego de co­mer él le dijo que saldría para don­de su amigo Dexter y posterior­mente pasaría a recoger a Leticia en su automóvil marca Honda Ci­vic año 1993.

“Mami vengo ahorita que maña­na tengo que irme temprano para el trabajo”, fueron las últimas pala­bras que escuchó Cristina de su hi­jo.

 

Edgar salió a las 2:30 de la tar­de de su residencia, ubicada en la manzana 25 número 4 del sector Edén, Villa Mella, y estuvo en la ca­sa de su amigo hasta las 7:00 de la noche cuando pasó a buscar a Leti­cia en la avenida Sabana Larga pa­ra ir al cine.

Transcurrida la noche, la aguja del reloj avanzaba y a medida que se movía, ni Edgar ni Leticia regre­saban de su romántica velada.

Aquel día llovía a cántaro, por lo que quizás pudieron haber tenido algún percance con el vehículo de­bido a los grandes charcos que se forman en la capital, pensaba su madre en ese momento.

Sin embargo, las horas noctur­nas moría

 

n y ninguno de los dos daba señales de su retorno a sus respectivas viviendas. Tampoco respondían las llamadas a sus telé­fonos móviles.

Esa noche Cristina no durmió porque se imaginaba que algo no andaba bien. Su hijo de 20 años nunca había amanecido en la ca­lle y siempre fue un joven aplicado en sus estudios y responsable en su trabajo.

“Yo no me he mudado porque tengo la esperanza de que vuelva”, asegura a LISTÍN DIARIO.

Edgar conoció a Leticia en la Uni­versidad APEC; él era estudiante de término de ingeniería en siste­ma, mientras que ella, de 23 años, cursaba la carrera de contabilidad. El hilo conductor para que ambos se conocieran fue la tía de la chica, quien era profesora de esa institu­ción y la que los presentó como si se tratara de cupido.

No tardó mucho tiempo para que ellos entablaran una relación sentimental que perduraría un año y varios meses hasta la noche en que ambos se desvanecieron.

Y al otro día… Las alarmas se dis­pararon. De inmediato las autori­dades rastrearon el vehículo y rá­pidamente fue encontrado frente a la base de la Marina de Guerra, hoy Armada de la República Domi­nicana.

Todas las pertenencias de Edgar estaban en los

 

alrededores; excep­to sus zapatos, uno de los calceti­nes y su celular. De Leticia no había ningún rastro.

Los guardias que vigilaban la en­trada a la base de la Marina, quie­nes desde su ubicación podían ver el automóvil con las llantas vacías, dijeron que en ningún momento vislumbraron algo raro.

Cristina relata que el carro tenía golpes en los laterales lo que le ha­ce suponer que se produjo algún ti­po de roce que pudo haber tenido un trágico final. Aunque el vehícu­lo estaba correctamente parquea­do, como si todos esos elementos encontrados parecieran ser coloca­dos de manera perfecta, a modo de simular una escena de crimen, co­menta.

Desde el día anterior

Edgar trabajaba como soporte a los bancos y empresas privadas en materia de informática. El sábado 14 de septiembre había asistido al Banco Popular hasta las 7:00 de la noche; al otro día en la mañana, acudió temprano a Almacenes El­ba, ubicado en la Carretera Mella esquina José Reyes de esta capital.

Allí también realizó sus labores de asistencia como era habitual

 

. Mientras que Leticia trabajaba en una empresa privada de electro­mecánica. Nada parecía estar fuera de lugar en la vida de ambos.

Aparentemente ninguno tenía enemigos ni tampoco anteceden­tes penales. Nunca habían dado problemas a sus familiares y los dos estudiaban y trabajaban. En defini­tiva, no hay un solo motivo que se­ñale alguna conducta inusual que pudiera haber provocado este enig­ma.

Una odisea

Y es que a partir de la desaparición de Edgar y Leticia, Cristina estuvo acudiendo todos los días al Palacio de Justicia durante los dos años si­guientes en busca de respuesta; pero no importaron sus esfuerzos para mantener el caso en la pales­tra pública ni los viajes al interior del país para ver si alguna pista o señal pudiera responder a todas sus incógnitas.

El tío de Leticia, el coronel Ale­jandro Boitel, estuvo buscando a su sobrina por “mar y tierra” sin tener éxito. Falleció, hace algunos años, sin haber finalmente cono­cido el paradero de su sobrina.

Ambas familias, los Báez y Boi­tel, no tuvieron muchas cerca­nías luego de la desaparición de sus parientes y cada uno realizó sus respectivas investigaciones de manera independiente. No obs­tante, Cristina fue la que mantu­vo el caso en los medios de co­municación ya que permitió más entrevistas a los periodistas que estaban interesados en el caso.

“El hombre de la muchacha”

 

Una de las tareas que Cristina hizo para buscar a su hijo fue la de visitar las distintas cárceles del país para ver si por casualidades de la vida se hubiera podido to­par con Edgar en una de esas pri­siones.

En ese trajín de vida conoció a muchos presos y carceleros, a fin de que pudieran ayudarla en caso de que vieran a alguien que coin­cidiera con las características físi­cas de su hijo.

Años después una llamada des­pertó sus esperanzas ya que le co­municaron que en la Cárcel 15 de Azua, había un recluso que pare­cía un demente repitiendo en todo momento el nombre de “Leticia”.

Los demás presos le apodaron “El hombre de la muchacha”, pues vivía mencionando aquel nombre con llantos excesivos. Cuando Cristina se enteró de in­mediato se trasladó a la prisión, pero al final tampoco tuvo éxito porque supuestamente uno de los prisioneros se le acercó y le di­jo que a quien ella buscaba se lo habían llevado.

Nunca más supo de aquel indi­viduo y por tanto, solo se quedó en meras especulaciones.

Cristina sigue esperando a su hi­jo Edgar; mientras que la familia de Leticia igualmente la extraña.

“Solo Dios puede darme una res­puesta y sé que será así; todas las noches yo salgo al patio a pensar en mi hijo. Mientras no haya cuer­po para mí sigue vivo y yo lo esta­ré esperando hasta el último día de mi vida”, concluye Cristina, quien hace 18 años añora que Edgar en­tre por la misma puerta que salió aquel fatídico domingo.

Si tiene alguna información sobre los paraderos de Édgar Baez y Leticia Boitel puede contactar a su familia al número 809-568-2157

Por: Dalton Herrera

 

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